La Columna de FOZ

Olivia Cabane ha publicado The Charisma Myth, libro en el cual refuta que el magnetismo personal constituya un don innato y explica cómo éste puede adquirirse y mejorarse. La autora recuerda que Steve Jobs, en sus primeras presentaciones en público, apenas destacaba y luego se convirtió en un líder tremendamente carismático.

Los comportamientos que permiten acumular carisma se intuyen desde la infancia. Los tres elementos básicos que la componen, según Cabane, son: presencia, calidez y poder. Cuando se conoce a alguien como Bill Clinton o el Dalai Lama, lo primero que destaca es que transmiten un sentido de ‘presencia’ muy especial. Pero si ella resulta un requisito esencial del carisma, son el poder y la calidez transmitidos los que terminan dándole contenido. Por cierto que las respectivas dosis de presencia-calidez-poder son las que determinan los diferentes estilos del carisma.

Cada vez que se conoce a una nueva persona, uno evalúa instintivamente si ella podría resultar en un potencial amigo o enemigo y si cuenta con el poder real para actuar eficazmente con base en tales intenciones.

Un bajo nivel de autoconfianza constituye el principal inhibidor del carisma. Hay también el denominado síndrome del impostor. Muchas personas competentes suelen sentir que no saben realmente lo que hacen y que pronto alguien va a descubrirlos como un fraude.

Un buen predicador religioso constituye una figura prototipo del carisma. Debe irradiar presencia, mostrar empatía y calidez con su congregación, y sentir que habla en representación de algún poder más elevado.

En 1886, William Gladstone y Benjamin Disraeli competían por el cargo de primer ministro. Una dama comentó sobre sus diversos carismas: “Después de cenar con Gladstone, pensé que él era la persona más inteligente de Inglaterra. Después de cenar con Disraeli, sentí que yo era la mujer más inteligente de Inglaterra”.

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