La Columna de FOZ

APOYO se fundó hace 40 años con una publicación que tenía por objetivo, en el contexto de una grave crisis fiscal, explicar temas económicos a ejecutivos de empresas apremiados por tomar decisiones vitales con información insuficiente. Hoy más de 300 personas realizan actividades profesionales diversas bajo ese nombre. Pero puede afirmarse que, en su inicio, APOYO fue sólo una columna de opinión.

De alguien tomé como consejo que la columna periodística debía visualizarse como una carta a un amigo. Su tono ideal es coloquial y poco solemne, aunque sin descuido de su calidad literaria. Se pretende animar al lector con la columna, motivar a que la lea más de una vez, a que la recorte y guarde, a que se la muestre a otros, y a que mantenga la expectativa por recibir en el futuro cartas similares, de contenido útil o sorprendente, o que lo hagan sonreír o reflexionar.

Tal vez los ensayos de Michel de Montaigne puedan considerarse precursores de las columnas de opinión. Ellos –también, luego, los Pensamientos de Pascal–son reflexiones de breve extensión, bien escritos, fáciles de leer, con una feliz mezcla de conocimientos, revelaciones, opinión personal y argumentos; y respecto de temas que inquietaban en sus respectivas épocas. Varios, entre ellos, pueden leerse hoy con no poco interés.

Un columnista de opinión debe saber de lo que habla. Pero, en adición al conocimiento, Aristóteles se refería a otras virtudes del intelecto que resultan esenciales en la redacción de columnas: la capacidad de comprensión, la sabiduría especulativa, la habilidad en el oficio, y la prudencia o sabiduría práctica.

Hay expertos que, aun cuando saben mucho, resultan aburridos cuando escriben porque suelen descargar su conocimiento, como de la tolva de un camión, en artículos pesados y densos. Les termina yendo mejor en la tarea a aquellos con la inteligencia emocional para usar su conocimiento con discreción y sutileza.

La columna ideal, por tanto, debe integrar elementos diversos: un tema de interés actual, investigación de último momento, referencias relevantes del pasado, alternativas de posible evolución en el futuro. Como todo ello suele escribirse con apuro, hay que hacer el esfuerzo por incorporar un poco de ingenio, así como un mínimo de elegancia y algo de sabiduría.

Y la buena columna debe oler a fresca, a escrita ayer.

Se cumplen 40 años desde que escribo regularmente una columna como ésta. Me suele tomar varias horas llegar a sentirme a gusto con el contenido de la misma. Para mis textos iniciales, me resultaban críticos dos valores: la brevedad y la claridad. A ellos me he mantenido fiel. Textos largos y sofisticados, los disfruto en su lectura cuando están bien construidos.

Pero cuando escribo, siento como un mandato interior: sé breve, sé claro. Por ello, cuando me edito, reviso con cuidado cada adjetivo y adverbio, para asegurarme de que realmente agreguen valor al texto. Y deambulo un tiempo con el borrador final. Se lo doy a leer a otros. Lo repito en voz alta para asegurarme de que también suene bien. Cuando ya anexo su texto en el e-mail que envío al editor de la publicación, releo la columna. Y nunca he podido enviarla a la primera. A veces lo hago a la tercera o a la cuarta.

Resulta un privilegio –del que me siento agradecido– el haber contado, a lo largo de más de 40 años de carrera, con una columna como ésta para expresar lo que consideraba un deber decir, o interesante plantear, porque lo sentía como mi verdad, o porque le podía ser de utilidad a algunos de los lectores de la publicación en la que mis artículos aparecen. No pretendo jubilarme de ese esfuerzo.

Comments are closed.