La Columna de FOZ

La banca surgió de una interacción comercial entre aquellos con dinero acumulado y personas dispuestas a pagar por su uso. La tasa de interés fue originalmente un concepto revolucionario, no visto con buenos ojos por los filósofos de la antigüedad ni por los principales teólogos. Recién se legitimó con la sociedad industrial moderna. Más recientemente, los microcréditos, incluso cobrando el costo pleno de su riesgo, son vistos como una manera más efectiva de ayudar a los más pobres que la dádiva. Por cierto que la premisa obvia ha sido que el deudor debe pagarle al prestamista; es decir, que la tasa de interés debe ser positiva.

Cuando el Banco Central eleva la tasa –a 4.25% hace poco en el Perú– intenta promover el ahorro, ajustar del crédito, afirmar la moneda local, reducir el gasto y la presión inflacionaria; a riesgo de enfriar la economía. Cuando, en cambio, reduce la tasa, estimula el crédito y el gasto, vuelve más probable la depreciación de la moneda, promueve las exportaciones, estimula la producción; pero a riesgo de un aumento en la inflación.

En Japón y Europa la recesión dura tanto que sus bancos centrales han ensayado tasas de interés negativas, algo que hasta hace una década era una mera especulación teórica. Incluso Nestlé se ha dado el lujo de colocar bonos con tasas negativas, que ahorristas europeos, preocupados por el euro, han recibido con beneplácito. En francos suizos no se resienten de recibir en un futuro menos de lo que hoy entregan.

Que por algún tiempo más mantengan estas tasas negativas, incluso deprimiéndolas más, puede generar alteraciones impensadas en las finanzas y hasta en la propia concepción del dinero.

Los bancos cobran por el mantenimiento de cuentas. Que ello no genere corridas, permite suponer que las personas y empresas están dispuestas a aceptar tasas negativas por sus recursos más líquidos (no resulta irrelevante el costo alternativo de guardar el dinero bajo el colchón). Y hay la presunción de que las tasas regresarán a valores positivos tan pronto sus economías empiecen a crecer. Pero, ¿y si ello se demora aún más? ¿No terminarían las tasas negativas de interés causando un daño estructural en el sistema por el que circula la liquidez? En tal caso, el ajuste final en la economía global podría resultar imprevisible.

Las finanzas sanas requieren de una tasa positiva de interés. Una tasa negativa por un tiempo prolongado es signo de una economía postrada. Podría incluso causar un nuevo desajuste bancario, al afectar la intermediación entre ahorristas pasivos e inversores productivos. Emprendimientos como los fondos mutuos dejarían de tener sentido.

La Reserva Federal de EEUU no ha eliminado esta posibilidad si la economía norteamericana recayera. En las últimas pruebas de estrés financiero analizó cómo los balances bancarios se verían afectados si el desempleo obligara a volver negativo el interés de los Bonos del Tesoro.

¿Qué consecuencias podría tener la extensión de una política así? ¿Empezarían los ahorristas con liquidez a pagar por adelantado la luz y el agua, o los impuestos? ¿Establecerían las empresas y los gobiernos reglas para prohibir los pagos al contado o por adelantado? ¿Aparecerían nuevas empresas cuyo negocio sería almacenar físicamente billetes de alta denominación? ¿Le asignarían las autoridades fecha de caducidad a los billetes? ¿Adquirirían las personas bienes que mantengan valor en vez de colocar su dinero en cuentas que asumirían confiscatorias?

EN SUMA Hasta que estas importantes economías no regresen a tasas positivas de interés, la economía mundial no va recuperarse de manera efectiva y sostenible.

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