La Columna de FOZ

Fue Kary Mullis un destacado biólogo molecular, Premio Nobel de Química (1993). Era también un personaje singular que contaba experiencias con extraterrestres, negaba la existencia del SIDA, y promovía el valor de la astrología. Como él, otros ganadores de este premio tan prestigiado –y sobre temas ajenos a los de su competencia— han soltado la lengua sin mayor rigor. Más de un experimentado reportero científico calificó este fenómeno como la enfermedad del Nobel.
En su libro The Intelligence Trap: Why Smart People Make Dumb Mistakes, David Robson afirma que un elevado cociente intelectual no constituye un predictor confiable de acierto en las decisiones, ni de éxito en la vida. Si se viera la mente humana como el motor de un auto, resulta obvio que su potencia (su inteligencia) no asegura necesariamente un arribo seguro al destino correcto. La elevada inteligencia contribuye a la rapidez —y el inteligente a veces mete la pata en su afán por ser rápido—, pero el viaje puede atascarse finalmente en un atajo equivocado: un Ferrari también puede dar vueltas sin avanzar. Las personas con mayor IQ, según la data del libro, también resultan, por ejemplo, propensas a fumar y a consumir más alcohol y drogas, a arriesgar más y a abusar del crédito.
Puede deberse a que las personas más inteligentes y educadas poseen una marcada confianza en sí mismos. Y por dicha confianza dudan apenas de sus prejuicios e instintos. Más que en una búsqueda racional de la verdad, los más inteligentes pueden estar centrando su energía en el refuerzo y mejor argumentación de sus intuiciones iniciales. Hay –resulta ello una paradoja­— personas inteligentes que resultan avaros cognitivos: cuentan con una gran potencia mental –que les permite brillar con lucidez en exámenes académicos—, pero la usan poco en el día a día, donde prefieren más la intuición dotada que la reflexión analítica. Hay pruebas para medir ello. Por ejemplo, ante preguntas como “si a cinco máquinas le demora cinco minutos fabricar cinco aparatos, cuánto tiempo le tomaría a 100 máquinas fabricar 100 aparatos?”, los menos inteligentes suelen tomar lápiz y papel y, después de un demorado cálculo, llegar a la respuesta correcta. Entre los más inteligentes, en cambio, hay varios que rápidamente responden 100, que es la respuesta más intuitiva…, aunque un error.
En el libro, Robson pretende responderse tres preguntas: a) ¿Por qué existen personas inteligentes que piensan y deciden de manera estúpida? b) ¿Qué habilidades y actitudes contribuirían a corregir esta tendencia? y c) ¿Cómo podrían cultivarse dichas calidades para una mayor protección del error en el futuro?
Evitar tonterías y errores requiere que cada quien logre un mejor conocimiento de sí mismo, que asuma una disposición para cuestionar sus propias intuiciones y premisas, que sepa reconocer cuando las emociones influyen en su raciocinio, y que mantenga la mente abierta a la evaluación de otras posibilidades y a la consideración de puntos de vista contrarios, así como una actitud de aprendizaje continuo y humildad intelectual, aceptando que el conocimiento y las habilidades con los que uno cuenta resultan siempre limitados.
Incluye el libro prácticas útiles para testear la racionalidad de las posiciones y revela que la curiosidad, la escrupulosidad y la inteligencia emocional pueden resultar tan o más importantes que la inteligencia racional. Demuestra que, fuera de su respectiva especialización, hay genios que no son más confiables que cualquiera. Y que lo que importa al final es decidir con sabiduría lo que con un debido aprendizaje y una práctica constante está al alcance de todos.

Comments are closed.