La Columna de FOZ

Todos los días, más de 100,000 aviones levantan vuelo a escala global. Es consecuencia de una colaboración singular entre pilotos, diseñadores, ingenieros, controladores aéreos y sistemas automatizados muy diversos. Pocos, a escala planetaria, podrían explicar con amplitud y solvencia los detalles del complejo conocimiento requerido para hacer esto posible. Lo que se conoce sobre aeronáutica constituye una maestría colectiva.

La mente humana puede, a la vez, ser brillante y patética, a veces irracional, con frecuencia ignorante, propensa a cometer errores.

Es usual que las personas presuman que saben más de lo que efectivamente conocen. Ese es el tema de The Knowledge Illusion, libro de Stephen Sloman y Philip Fernbach. Si a un conjunto de personas se le pregunta: ¿quiénes saben cómo opera un cierre de cremallera o zíper?, la mayoría responderá afirmativamente; luego, serían muy pocos los que podrían, con papel y lápiz, graficar de manera aproximada los componentes de un ítem que es simple y común. Un cazador de la edad de Piedra conocía mejor sus instrumentos cotidianos: con sus manos había fabricado arma y vestido, sabía prender fuego y cazar conejos para sobrevivir. Los humanos de hoy saben de muchas más cosas, sí, pero cada vez menos y menos.

Desde la Ilustración, el pensamiento occidental imaginó a la sociedad moderna como una conformada por individuos independientes: la democracia se sustenta en la premisa de votantes educados; la economía de mercado, en la de consumidores racionales; la educación, en el aprendizaje a pensar por uno mismo.

Los autores, investigadores cognitivos, plantean que el pensamiento individual no es muy común, que la mayoría de los seres humanos piensa en grupo. Incluso, plantea que lo que le habría dado a los homo sapiens su ventaja comparativa sobre las demás creaturas del planeta, no sería tanto su efectiva racionalidad individual, como su habilidad especial para pensar en grupos grandes.

Ante un mundo crecientemente interconectado y exponencialmente complejo, la mayoría de las personas desconoce lo mucho que ignora, bien sea el cómo vuela un avión o se abre un simple cierre. Así, abundan quienes sabiendo poco de biología o meteorología argumentan con pasión sobre alimentos transgénicos o cambio climático. Y los que, sin poder ubicar bien en el mapa una ciudad, país o región, pontifican sobre lo que en ellas debería hacerse.

Ello ocurre porque las personas tienden a concentrarse y aislarse en circuitos símiles de compañeros y amigos que suelen retroalimentarse con prejuicios y creencias que no son cuestionadas. Por ello, las opiniones políticas son tan difíciles de cambiar. En tales casos, proveer de más y mejor información puede hasta empeorar las cosas, ya que cuando nuestro conocimiento no resulta de una racionalidad individual sino del pensamiento colectivo, la crítica a éste puede generar una reacción emocional contraria por sentido de lealtad con el grupo. Y son pocos los que pueden procesar bien nueva información disponible que sea contradictoria con lo que se piensa. Nadie, además, quiere parecer dubitativo o estúpido.

En las décadas futuras, el mundo se volverá más y más complejo. Los seres humanos sabrán cada vez menos del funcionamiento de los equipos que usen. ¿Cuánto podrán saber de las dinámicas económicas o políticas?

¿Qué se gana empoderando más a votantes y consumidores –se pregunta Yuval Harari, reseñando el libro– que pueden resultar crecientemente ignorantes y manipulables? Nadie parecería tener una buena respuesta a esta pregunta, aún.

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