La Columna de FOZ

Lanzado al mercado en el 2004 como un novedoso boletín digital, Facebook se ha transformado en una red social en la cual más de 2,200 millones de personas renuncian a su privacidad para participar y disfrutar de una interconexión inmediata y global.
Puede ya concluirse que este trueque, aparentemente inofensivo en su esencia, ha contribuido a debilitar el sistema democrático y a facilitar un control social sofisticado por parte de gobiernos autoritarios. En Antisocial Media, Siva Vaidhyanathan plantea que si se hubiera querido imaginar una máquina capaz de distribuir propaganda a millones de personas, distraerlos respecto de temas relevantes y complejos, erosionar la confianza social vía el odio y el fanatismo, socavar al periodismo responsable con noticias e impugnaciones falsas, y facilitar una vigilancia masiva y secreta; a nadie se le hubiera ocurrido un instrumento con el potencial del invento casi juguetón de Mark Zuckerberg para cumplir esos perversos fines.
Facebook surgió para el bien. Sus fundadores eran unos convencidos del potencial que un uso masivo de data ofrecía para contribuir a la buena toma de decisiones. Su visión empresarial predica los beneficios de la conectividad para mejorar las vidas de las personas. Su cultura es tolerante de diferencias y desacuerdos; su mercado y equipos resultan globales.
Tal vez sea la empresa que mejor representa la ilusión por un planeta bien conectado que comparte palabras, imágenes e ideas; y la que ha sabido plasmar mejor tal visión en riqueza e influencia. Su valor actual en bolsa supera los US$450,000 millones. Pero también, sin haberlo intentado adrede, resulta difícil identificar otra empresa que haya contribuido más a la obsolescencia de algunos espacios tradicionales para la deliberación democrática. Son dos para Vaidhyanathan los riesgos que coexisten en Facebook: cómo éste funciona y cómo la gente lo usa.
De sus miles de millones de usuarios, la empresa aspira información de todo tipo con el fin de volverlos objetivos de campañas selectivas para anunciadores (sus verdaderos clientes). Sus usuarios, de otro lado, hacen uso de la plataforma para cosas inocuas, pero también la aprovechan para actos antisociales con fines perniciosos. Aunque estudiante de psicología en Harvard, Zuckerberg puede no haber visualizado inicialmente esta perversión tan natural de la condición humana.
Habría, pues, una simbiosis peligrosa entre el modelo de negocio –un “capitalismo para la investigación y la vigilancia”– y el comportamiento a veces degenerado e impune de sus usuarios.
Por ser gratuito su uso, la empresa obtiene sus ingresos vendiendo una clasificación sofisticada de toda la data (cerca de 100 elementos distintos a la fecha) que cosecha a diario de sus usuarios. Tiene, por ello, el imperativo comercial para estimular un uso creciente de una plataforma virtualmente monopólica. Las noticias falsas y los discursos de odio constituyen anzuelos excelentes para lograr tal cosa.
¿Qué se podría hacer con el riesgo de este eventual Frankenstein?
El escándalo de la venta de información a Cambridge Analytica para influir en el resultado de elecciones apenas afectó su valor bursátil. Vaidhyanathan considera necesario mejorar significativamente las normas globales respecto de la privacidad, protección de data, competencia y antimonopolio.
Por ejemplo, ¿sería conveniente que Facebook sea también dueño de Instagram y de WhatsApp? ¿Resulta justo que pueda ser irresponsable legalmente de todos sus contenidos? Y así.

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