La Columna de FOZ

Ludismo (por Ned Ludd) se denominó al movimiento de artesanos textiles que, a lo largo de las primeras décadas del siglo XIX, protestaron contra las nuevas máquinas que les quitaban sus empleos. Los nuevos telares industriales permitían el reemplazo de los artesanos tejedores por trabajadores poco calificados. Fue para Inglaterra una época bastante agitada social y políticamente. Los disturbios fueron severamente reprimidos por el gobierno. No menos de treinta ludistas fueron sentenciados a la horca.
Nadie duda de que la revolución industrial resultará finalmente beneficiosa para todos, pero los ludistas pagaron un elevado costo en la transición. El historiador económico Carl Benedikt Frey, en su reciente libro The Technology Trap: Capital, Labor and Power in the Age of Automation, postula que la transformación tecnológica en curso puede replicar exponencialmente las tensiones de los inicios de la revolución industrial. No fueron las nuevas tecnologías y el progreso las únicas consecuencias de la revolución industrial. Ésta generó también no pocos políticos revolucionarios.
Una encuesta del Pew Research Centre (2017) revela que el 85% de los norteamericanos se mostraba a favor de restringir el creciente uso de robots. Hace poco, Frey —junto a Michael Osborne, investigador de machine learning y colega suyo en la Universidad de Oxford— estimó que, debido a la inteligencia artificial, el 47% de los empleos de la economía de EEUU podía verse afectado por la automatización. No duda el autor que ello va a generar a la larga un aumento significativo en la productividad general de la economía, tal como sucedió con la revolución industrial. Pero advierte que tales beneficios pueden concentrarse en pocos y demorar un tiempo largo, una generación incluso, para alcanzar a todos. Reitera lo sucedido a los inicios de la revolución industrial: las fábricas que impulsaron a Inglaterra como primera potencia mundial eran, como lugares de trabajo, miserables y peligrosos. En Manchester, en 1850, la esperanza de vida era 32 años, cuando el promedio inglés comparable era 41 años. Y sus pobladores registraban, en promedio, una menor estatura que en 1760.
Muy distinta y bastante más feliz fue la emblemática y más reconocida automatización experimentada por EEUU durante el siglo XX, en que el desarrollo tecnológico facilitó nuevos empleos además de sustituirlos. Sus granjas con tractores se elevaron de 4% del total en 1920 a 80% en 1960. El acceso al agua y a la luz, y a los diversos electrodomésticos, permitieron, entre 1900 y 1966, reducir en 42 horas semanales la carga de trabajo de las amas de casa, quienes empezaron a trabajar fuera del hogar, ampliando el ingreso familiar. Uno de los grandes logros de los primeros 75 años del siglo XX fue la emergencia de una clase media próspera. Y así, conforme la economía crecía, la sociedad se volvía más pareja.
En las últimas décadas, esta tendencia se ha revertido en muchos países. Algunos políticos populistas vienen atacando a la globalización y a la inmigración como los causantes del reciente desajuste. Frey argumenta que la automatización también resulta parcialmente responsable, por su marcado impacto en el empleo, con un patrón comparable con el de los inicios de la revolución industrial. De los norteamericanos nacidos en 1980, solo la mitad vive mejor que sus padres. La cifra comparable en 1940 era 90%. Estima el autor que, entre el 2008 y el 2016, el número de robots en EEUU se elevó en 50%. Y los estados con mayor densidad robótica –Michigan, Pensilvania y Wisconsin— fueron los determinantes para darle el triunfo a Donald Trump en el 2016.
Hay terremotos económicos que finalmente causan tsunamis políticos.

Comments are closed.