La Columna de FOZ

El cambio tecnológico es hoy el motor principal de la economía global. Ésta crecería a menor ritmo, ojalá que más sostenidamente.

La Revolución Industrial se inició en Inglaterra por 1760 y demoró algunas décadas (1820-1840) para extenderse por Europa y Estados Unidos. Hoy los cambios, como los tsunamis, golpean con fuerza inexorable y poco aviso. Por la globalización de las conexiones, el progreso tecnológico afecta simultáneamente a todos. Por ello –afirma Klaus Schwab, fundador del WEF, en Project Syndicate– competir exitosamente en el siglo XXI requiere de un esfuerzo continuo de adaptación continua.

Todo sería posible aunque nada resultaría seguro. Toda  actividad productiva puede ser transformada. La empresa Uber, por ejemplo, no sólo ha cambiado cómo la gente se moviliza en una ciudad, sino que también ha desencadenado una verdadera revolución al uberizar los mercados de otros bienes, y permitir a sus eventuales consumidores poder alquilarlos en vez de adquirirlos.

Y la tecnología 3D viene transformando la industria manufacturera. Ya no es más que el pez grande se come al chico, sino que el rápido va a progresar y adaptarse, y el lento va a quedarse atrás.

Este cambio en el entorno viene también alterando hábitos, intereses y modos de pensar de las personas como ciudadanos y consumidores. La privacidad, por ejemplo, es un lujo del pasado. Y cualquier nacido hoy podría aspirar a vivir más de 100 años.

¿Será favorable el cambio? En conjunto, sin duda. Pero hay innegables desafíos. La automatización y robotización ampliarán la brecha de productividad entre los más talentosos y aquellos que no puedan adaptarse.

Los gobiernos requieren favorecer la innovación y la creatividad, y asegurarse de que sus ciudadanos puedan educarse como para entender y aprovechar las nuevas realidades. Los servicios estatales deben ser tan eficientes como los que ofrecen las mejores empresas privadas.

Es un cambio que puede generar temor, pero que resulta inevitable.

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