La Columna de FOZ

Para aumentar su competitividad, una economía requiere de una normatividad laboral clara y adecuada. Perfilar y afirmar buenas políticas en este campo constituye un desafío complejo para cualquier gobierno. Ello se debe a que, como consecuencia de la cuarta revolución industrial en marcha, la problemática del empleo viene transformándose aceleradamente, creando desbalances en las calificaciones requeridas, la “uberización” de un sinnúmero de actividades productivas y la creciente automatización en el sector manufacturero y de servicios. No es disparatado afirmar que de la población infantil que este año inicia el colegio, dos de cada tres terminarán ganándose la vida en actividades no vistas actualmente como empleos. Así de radical resulta el cambio.

Son tres los objetivos de una buena normativa laboral: 1) proteger los derechos comunes de los trabajadores, pero los de todos, no sólo los formales; 2) promover una competencia sana y eficaz en los diversos mercados de bienes y servicios; y 3) inducir al aprovechamiento de las oportunidades que generaría el acelerado cambio tecnológico en curso. Una resistencia al cambio, por miedo al futuro, y la persistencia en mantener parcelas protegidas, desbalanceando así los mercados, terminaría perjudicando al conjunto.

Para los más pesimistas, el uso creciente de nuevas tecnologías emergentes amenazará severamente la demanda por empleo, al punto que requerirá de la introducción de nuevos instrumentos de solidaridad social. Para los optimistas, en cambio, dicha transición va a permitir generar un mayor bienestar que será beneficioso para todos. Mencionan, por ejemplo, que el empleo agrícola, en 60 años, disminuyó en EEUU de más de 50% de la población total a menos de 3%. Incluso en el sector manufacturero ya viene registrándose, en las últimas dos décadas, una transición similar. Según un informe del Banco Mundial, de 1990 a la fecha, el empleo manufacturero ha disminuido en 100 de los 124 países analizados.

Con la primera revolución industrial, el precio de los textiles cayó lo suficiente como para generar una explosión de demanda, producción y empleo. Más recientemente, los cajeros automáticos han sustituido efectivamente a cajeros humanos, pero al reducir el costo operativo de las agencias bancarias, amplió su número y eso incrementó el número de empleados dedicados a mejorar la relación con los clientes. Actualmente, las páginas web han reemplazado a muchos materiales impresos, pero han creado también la nueva industria de los diseñadores de páginas. Y así.

Probablemente ésta sea la política pública más compleja y difícil de articular bien. Hay que reconocer, para empezar, que el futuro del mercado de trabajo resulta incierto. Y también que la estabilidad constituye un ideal irreal. Debe ser reemplazado por el de la flexibilidad. Estadísticas del World Economic Forum muestran que en Estados Unidos y Europa una de cada tres personas ya labora por su cuenta, y más de la mitad de los trabajadores en América Latina, China e India carece de contrato formal. No es que la mayor flexibilidad será una disrupción futura; ya constituye un desafío inmediato.

Las normas laborales vigentes –incluso en países como Francia– no enfrentan adecuadamente esta realidad. Fueron diseñadas para la actividad productiva de la posguerra. Y serán cada vez menos viables. América Latina resulta la región con las normas laborales más rígidas en el mundo.

Los países a los que mejor les irá serán aquellos capaces de facilitar y hacer sostenible y atractivo el que personas y empresas puedan encontrar formas diversas y flexibles que regulen las relaciones de trabajo.

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